Amanecía y Sabana Grande al fin dormía luego de otra noche de jaleo. Roberto y Ladiyí se estremecían sobre la cama de aquel vetusto hotel en la avenida Casanova, aún se entregaban a los brazos de la más sórdida lujuria. Una plétora de olores entreverados gritaba “SEXO”, impregnando las paredes del angosto pasillo donde se concentraba la más oscura y hermosa lascivia que derretía las paredes de la habitación donde dos personas, decepcionadas de la vida, encontraron el sentido a sus propias existencias.
A lo lejos se escuchaba un showman trasnochado en alguna tasca, acompañado por su teclado electrónico, interpretaba una amarga versión del cantante español Chiquetete:
“Esta cobardía de mi amor por ella.
Hace que la vea igual que una estrella.
Tan lejos, tan lejos en la inmensidad
que no espero nunca poderla alcanzar…”
El aire acondicionado del hotel estaba dañado. Ambos yacían sudorosos bajo el ventilador de techo, sus largas aspas giratorias generaban un confuso efecto estroboscópico que adornó esa noche calurosa en que Roberto perdió la virginidad por segunda vez. Un dolor tolerable que pronto se tornó en placer desvaneciendo todas sus dudas.
Ladiyí se comportó como toda una dama, fue muy gentil con Roberto quien le inspiraba una ternura infantil que se reprochaba en silencio “¡No, Ladiyí!, no te vayas a enamorar de este tipo” Se decía a sí misma con firmeza “¡Ay, pero es tan bello! Mira qué lindas le quedan esas botas militares que no se quita ni para tirar, y es lampiñito como a mí me gustan”. Mientras tanto, Roberto jugaba sobre el repotenciado pecho de Ladiyí cual adolescente durante su primer encuentro sexual.
Ella quiso que la primera experiencia de aquel misterioso y desesperado caballero con una transexual fuese inolvidable y ciento por ciento repetible. Si aún le quedaba algo de lo que ella se enorgullecía, era de su dedicación y esmero por su trabajo. Ladiyí recordó lo que una vez leyó en el panfleto que le dieron en una agencia de telemercadeo donde intentó ganarse la vida sin los riesgos de la noche: “Aumente sus ganancias generando fidelidad en el cliente: Realice una atención telefónica de calidad y la publicidad de boca en boca hará el resto”. Ahora ella cumple este mandamiento todas las noches desde su “oficina” de la avenida Libertador.
Ambos sintieron confianza en el otro, producto de la vulnerabilidad de estar desnudos, cuerpo a cuerpo. Ella le contó que ya no trabaja en la agencia de telemercadeo, hoy prefiere trabajar por su cuenta porque “en estos tiempos revolucionarios hasta las transexuales sabemos cuándo somos explotadas por el capitalista que roba nuestra fuerza de trabajo”. Roberto no podía creer lo que escuchaba, abrió más los ojos y la miró fijamente, el sueño y el cansancio se disiparon, Roberto asumió un aire taciturno y habló sin remordimientos.
-Yo ya no tengo nada que perder. No me importa nada luego de dispararle a mi padre.
-¡¿Qué?! ¿Y qué te hizo tu papá pa’ que le pegaras un tiro? –preguntó asustada.
-Engañarme toda mi vida.
“… No se da ni cuenta que ya la he gozado
que ha sido mía sin haberla amado
que es su alma fría la que me atormenta
que ve que me muero y no se da cuenta…”
Le confió a Ladiyí que su padre fue un líder guerrillero que participó en decenas de golpes que pretendieron sofocar el gobierno de Rómulo Betancourt en la década del sesenta. Le dibujó una historia de héroes con cabelleras largas y barbas pobladas que jugaban a destruir al hombre que le dio la espalda al Partido Comunista en 1958, excluyéndolo de la signatura de aquella desigual repartición de Venezuela firmada en la Quinta Punto Fijo, propiedad del dos veces Presidente, Dr. Rafael Caldera.
-¿Y aquí había guerrilla, papi? –indagó recelosa-. ¿Me estás cobeando para que te de el segundo gratis, verdad? -rió estruendosamente para luego rematar con cariño-; no hace falta bebé, el segundo te lo doy gratis cuando quieras.
Pero no era esa la intención de Roberto al compartir sus secretos, ya que su padre le había entregado el testigo en aquella lucha armada que se extinguió durante el período de pacificación.
-Me enseñó todo lo que sé sobre explosivos y sobre la conformación y adiestramiento de guerrillas urbanas y rurales; desde pequeño me transmitió cada detalle acerca de los métodos de tortura empleados en los Teatros de Operaciones antiguerrilleros -sus anécdotas eran tan sangrientas como interesantes-. Él era mi héroe, y me prometió la liberación de las mayorías oprimidas siempre que me parara del lado progresista cualquiera fuese su representación política… pero luego me traicionó…
-¿Y qué pasó? –Susurró Ladiyí, con la mitad del rostro tapado tras la almohada que mordía, nerviosa, atenta, petrificada.
Luego de la pacificación promovida por Rafael Caldera, su padre fue colgando el fusil mientras esperaba por un Mesías que lograra la divina redención del pueblo. Terminó sus estudios en la Universidad Central de Venezuela, más adelante obtuvo un crédito bancario e inició su propio negocio, convirtiéndose así en un pequeño burgués cuya familia fue creciendo bajo el esquema del “ta’ barato, dame dos” promovido por la nacionalización del petróleo en los años setenta.
-Cuarenta años después, mi viejo enterró sus valores revolucionarios y se dejó seducir por el vil capital, lo contactaron unos radicales y le ofrecieron una pelota de real para que diseñara un ataque terrorista donde morirían decenas de personas en las marchas del once de abril de dos mil dos –guardó silencio brevemente, encendió un cigarrillo arrugado y manchado de una extraña sustancia-. Él fue uno de los francotiradores que dispararon a la marcha opositora y… ¡Yo le disparé a él desde Puente Llaguno y luego huí!
Roberto se levantó de la cama y hurgó en su chaqueta de cuero marrón, con impresionante agilidad sacó una pistola y la puso sobre la mesita de noche roída por los miles de embates amorosos a los que había sobrevivido por décadas. Ladiyí saltó de la cama instantáneamente.
-¡¿Qué?! ¿Papi, pero tú estás loco? -corrió a buscar su ropa y comenzó a vestirse, se montó la cartera en un ademán desesperado- ¡Tú lo que estás es loco, papi, y pa’ loca yo! ¿Oístesss?… ¡Pa’ loca yo!
Roberto corrió tras ella y evitó que abriera la puerta de la habitación; sólo quería salir corriendo de ahí antes que ese bello, tímido, sensible, excelente amante y trastornado “desconocido” arremetiera contra ella en un arranque de demencia. Hubo un forcejeo típico de violencia doméstica televisiva e incoherentemente terminaron haciendo el amor de nuevo, como en las telenovelas, pero esta vez fue distinto… los sentimientos no tienen precio en la tarifa de una trabajadora sexual.
¡QUÉ IDEOTA!
Ambos trataban de recobrar el aliento perdido durante la faena. De nuevo se encontraban tumbados uno al lado del otro, boca arriba y casi mareados por el éxtasis sexual y por tanto mirar la espiral del ventilador de techo que giraba. El vaporón que impregnaba el cuarto golpeó el recuerdo de Ladiyí.
-¡Ay, bebé, qué calor hace aquí! Y ese ventilador que lo que echa es puro vapor ¡No sopla nada! Igualito al vagón del metro en el que me monté hoy pa’ venir a trabajar.
-Sí, ¿cuándo será que van a arreglar esa vaina de una buena vez? Nunca se sabe si te va a tocar un vagón con aire o un horno… ¡Y esa paradera entre cada estación!… –Roberto se interrumpió e hizo una larga pausa, luego volteó hacia ella, se miraron fijamente como si leyeran el pensamiento del otro y sonrieron cómplicemente.
-¿Estás pensando lo mismo que yo? –Preguntó Roberto.
-¿Que tengo hambre, papi? ¿Tú también tienes hambre, bebé? –Respondió Ladiyí inocentemente, cruzó los brazos y automáticamente sus hermosos y enormes senos falsos ganaron tamaño; le miró con hambre- ¿Ya comiste bastante de éstas? -Roberto soltó una ruidosa carcajada, la atascó con entrecortadas respiraciones que recordaron el sonido natural de los puercos. La miró con ternura y le explicó la gran idea que se le había ocurrido.
-No mi Leidi Yi…
-¡Papi, yo no me llamo “Leidi Yi”!… es “La Diyí” –Le corrigió.
-Pero así te voy a decir yo –soltó con ternura-. Fíjate bien, Leidi Yi, escucha con mucha atención lo que te voy a proponer –guardó silencio un par de segundos, la tomó por los hombros y miró seriamente-. ¿Qué te parece si unimos lo que aprendí de mi padre con tus encantos femeninos y ejecutamos un golpe en el Metro? Estoy seguro de que tenemos las armas necesarias para secuestrar un tren y pedir lo que queramos por su liberación. Un sólo golpe y ya está, nos luqueamos y nos piramos… ¿Pa’ dónde es que te quieres ir tú, mami?
-Pa’ España, bebé –afirmó asombrada, incrédula.
Continuará…